En enero, viajando por Sudáfrica, me enteré de una moda de esas latitudes que me puso orgulloso de la inocencia de los floggers. Digo esto sin intenciones de fomentar adeptos a esta tribu urbana que me desespera por los bajos promedios sinápticos de los cerebros de sus integrantes. Sin embargo, salvo en política, creo que es siempre más peligroso un idiota que un hijo de puta.
Allá –en Sudáfrica– hay un grupo de hombres que han decidido que es necesaria la reeducación de las lesbianas. “Es fundamental para el progreso del país hacerles entender a las mujeres que deben sentirse atraídas por los hombres. Cueste lo que cueste”, me dijo Engdhal, según él, el precursor de las violaciones de lesbianas. “Acueste a quién acueste”, pensé yo con cierta dosis de cinismo.

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